Martes 12 de noviembre de 2024

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Reverendo Padre Martín María Bourdieu, párroco de la basílica San José de Flores
Reverendos Sacerdotes, Reverendas Religiosas, etc.…
Queridos hermanos y hermanas en Cristo.

Antes de comenzar nuestra reflexión de hoy día, quisiera agradecer al Señor Párroco y a todos ustedes por esta invitación que me permite celebrar la fiesta patronal de esta Basílica, dedicada a San José.

Para mí, como representante papal, esta presencia hoy día, en este barrio donde creció Papa Francisco y en esta parroquia en la cual maduró su vocación sacerdotal, tiene un valor del todo especial, recordando que hoy día festejamos también el undécimo aniversario del inicio de su pontificado; por lo tanto, la persona del Santo Padre, su misión y sus intenciones estarán presentes en nuestra oración.

Celebramos hoy día no solo al patrón de esta hermosa basílica, sino que también al patrón de la Iglesia universal.

Es una fiesta alegre que interrumpe la meditación de la Cuaresma, absorta en la penetración del misterio de la muerte de nuestro Señor y su obra de Redención y Resurrección. Evidentemente, el tiempo de cuaresma exige la aplicación de la disciplina espiritual a través de la oración, el ayuno y la limosna.

Pero nuestra fiesta lleva nuestra atención a otro misterio del Señor, la Encarnación, y nos invita a volverlo a meditar en la escena pobre, suave, humanísima, la escena evangélica de la Sagrada Familia de Nazaret, en la que se realizó este otro misterio. En el humilde cuadro evangélico se nos muestra la Virgen Santísima y junto a ella, está San José y entre los dos, está Jesús. Nuestra mirada, nuestra devoción, se detienen hoy en San José, el artesano silencioso y trabajador que dio a Cristo no el nacimiento, sino el estado civil, la condición social, la experiencia profesional, el ambiente familiar, la educación humana. Será preciso observar bien esta relación entre San José y Jesús porque nos puede hacer comprender muchas cosas de los designios de Dios, que viene a este mundo para vivir como hombre entre los hombres, pero al mismo tiempo como su maestro y su salvador.

Hemos dicho que San José ha dado a Jesús el estado civil; cuando José se da cuenta que María estaba embarazada, no quería denunciarla públicamente y decidió abandonarla secretamente, porque recibiendo a María en su casa, ella se convertía en su esposa. Pero José, bajo la influencia de Dios, la recibió como su legítima esposa.

De esta manera es evidente que San José adquiere una gran importancia, pues el Hijo de Dios, hecho hombre lo escoge para asumir su filiación de adopción. Jesús era llamado “Hijo del carpintero” (Mt13, 55) y el carpintero era José.

En nuestra sociedad de hoy día hemos perdido el sentido del estado civil de la familia, que no hace mucho tiempo, era muy importante. Un hombre casándose quería decir a todos públicamente “esta es mía esposa”; una mujer casándose públicamente con un hombre quería decir “este es mi marido y los hijos que lleguen serán fruto de nuestro amor”. Los esposos estaban orgullosos de su estatus matrimonial.

“Hijo del carpintero”. Cristo quiso tomar su calificación humana y social de este obrero, de este trabajador, que era ciertamente un hombre que se esforzaba, pues el Evangelio lo llama “justo” (Mt 1, 19), es decir, bueno, magnífico, intachable, y que aparece ante nosotros con la altura del varón perfecto, del modelo de todas las virtudes, del santo.

Pero hay más: la misión que San José ejerce no es solamente la de figura personalmente ejemplar e ideal; es una misión que ejerce con o, mejor, sobre Jesús; él será tenido como padre de Jesús (Lc 3, 23), será su protector, su defensor.

Por esto, la Iglesia tiene a San José como su protector y como tal hoy lo venera, y como tal lo presenta a nuestro culto y meditación. Por eso, decíamos, hoy es la fiesta de San José, protector del Niño Jesús durante su vida terrena y protector de la Iglesia universal que ahora mira desde el cielo a todos los cristianos.

“Hijo del carpintero”. A los ojos de la gente San José fue el padre de Jesús.

Cuando José ve al recién nacido Jesús acostado en el pesebre, lo admira y lo ama como hijo. No habiendo intervenido en la formación del cuerpo del Niño, José se comporta como un verdadero padre. Asume plenamente su paternidad dando al Niño el nombre de Jesús.

Hace poco tiempo, buscando algo en internet, encontré una interesante reflexión de un padre de familia. Se habla mucho de amor de madre y, justamente, el amor de una madre es un símbolo de amor total y de sacrifico hasta la muerte por sus hijos. Pero él observaba que no se hablaba del amor de padre, que en silencio trabaja por los niños y los ama profundamente. La figura de San José nos recuerda la belleza del amor de un padre, que vale como el amor de una madre. Pensemos hoy día con gratitud en nuestros padres. Ellos merecen todo nuestro amor y cariño; aunque a veces, están a las sombras de la madre.

San José era un trabajador. A él se le encomendó proteger a Cristo. Todos nosotros de una u otra manera somos, o fuimos, trabajadores, podríamos entonces preguntarnos, ¿tenemos la misión de proteger a Cristo? y Dios siendo omnipotente ¿necesita nuestra protección? Seguramente no; pero nuestra fe y nuestra Iglesia, sí, necesitan nuestra protección, sobre todo nuestro apoyo. El Santo Padre, sucesor de Pedro de nuestros tiempos, necesita de nuestra oración y apoyo.

Hablando de la protección y de San José, no podemos olvidar que él es protector de todos trabajadores. Hoy día un trabajo es un tesoro para toda la familia y permite una armoniosa vida. No hesitemos en pedir hoy día a San José un buen trabajo para nuestros hijos e hijas.

Conocemos muchas imagines y estatuas de San José. A veces es presentado como un viejo con la barba blanca; a veces como un hombre joven. Pero hace nueve años durante el viaje apostólico del Papa Francisco a Filipinas, él dijo algunas palabras que popularizaron la estatua de San José dormido. En esta ocasión, el Santo Padre ha dicho: "Me gusta mucho San José. Es un hombre fuerte de silencio. En mi escritorio tengo una imagen de San José durmiendo. Incluso cuando duerme, cuida de la Iglesia. ¡Sí! Sabemos que puede hacer eso".

Cuando uno ve esta imagen de san José dormido, se lo ve sereno, tranquilo. ¿Es que acaso no tenía problemas? Parecería que al contrario de tantos, no sufría de insomnio. Problemas sí que tenía, y bien grandes, ya que tenía que proteger a un niño pequeño que era Dios, y a su santa madre. Tuvo dudas y se preocupó.

Pero es durmiendo confiado cuando recibe los mensajes más importantes de parte de Dios: le advierte del peligro del rey Herodes, se le exhorta a no tener miedo y a amar y proteger incondicionalmente al Niño y a María.

Durante el sueño, a José se le revela su papel de padre putativo de Jesús y de todos los hombres, y se construye su figura de abogado, consolador y protector.

Desde el año pasado esta hermosa basílica tiene esta imagen de San José dormido que ha regalado personalmente el Santo Padre.

San José dormido nos provoca a tener esperanza en Dios.

Así, cuando estamos agobiados por el desaliento, pensemos en la fe de José. Cuando estamos preocupados, pensemos en la esperanza de José, que confió contra la esperanza. Cuando nos dejamos vencer por la ira o el odio, pensemos en el amor de José, que fue el primer hombre en ver el rostro humano de Dios en la persona del Niño Jesús. Como José, no tengamos miedo de acoger a María. De ella, Madre de la Iglesia, aprenderemos cómo confiar toda nuestra vida - junto con sus alegrías y tristezas –a la ayuda e la intercesión del Guardián de la Sagrada Familia.

Y, finalmente, en esta fiesta patronal, quisiera presentar al Párroco, a los sacerdotes y todos los fieles de esta basílica mis mejores deseos, para que no les falten todas gracias celestes y terrenas; mucha salud y bendiciones. Muchas gracias.

Miroslaw Adamczyk, nuncio apostólico

Reverendos Sacerdotes,
Diáconos, Religiosas,
Honorables Autoridades Civiles,
Fieles de la Prelatura de Esquel.

Saludo todos ustedes muy cordialmente en el nombre del Santo Padre, Papa Francisco, que tengo el honor de representar en su país natal. Durante esta Eucaristía, no puede faltar nuestra oración por el Papa, que en estos días celebra 11 años de su pontificado.

Estoy muy contento de poder estar con ustedes este quinto domingo de cuaresma. Me acompaña monseñor Daniele Liessi, consejero de la Nunciatura Apostólica. Agradezco muy cordialmente a Monseñor Slaby por su invitación, misma que nos permite conocer la Prelatura de Esquel.

No estamos celebrando solamente el quinto domingo de cuaresma, también celebramos hoy día 15 años de la fundación de la Prelatura de Esquel. El Papa Benedicto XVI, el 14 de marzo de 2009, ha creado esta circunscripción eclesiástica por el bien de los fieles que viven en la parte occidental de la provincia de Chubut.

San Pedro en su primera carta habla de Jesús que “es la piedra viva rechazada por los hombres, elegida y estimada por Dios; por eso, al acercarse a él, también ustedes, como piedras vivas, participan en la construcción de un templo espiritual” (Pe 2, 4).

El Papa Francisco en uno de sus discursos durante Ángelus ha dicho: “También con nosotros, hoy, Jesús quiere continuar construyendo su Iglesia, esta casa con fundamento sólido, pero donde no faltan las grietas, y que continuamente necesita ser reparada. Siempre. La Iglesia siempre necesita ser reformada, reparada. Nosotros ciertamente no nos sentimos rocas, sino solo pequeñas piedras. Aún así, ninguna pequeña piedra es inútil, es más, en las manos de Jesús la piedra más pequeña se convierte en preciosa” (27 de agosto de 2017).

Toda Iglesia está construida por piedra vivas y también esta comunidad de Esquel. Y estas piedras vivas son todos ustedes. No se puede mencionar a todos, pero comienzo con su Obispo, Mons. José, que desde hace 15 años es pastor de esta Iglesia. Este año el Señor Obispo celebra 40 años de sacerdocio y está trabajando en Argentina desde hace 39 años; todo su sacerdocio lo dedicó al trabajo misionero en diferentes diócesis argentinas.

Estas piedras vivas son sacerdotes, religiosos, religiosas, diáconos, catequistas, laicos comprometidos y todos los fieles. En este decimo quinto aniversario presento a todos ustedes mis felicitaciones y deseos de fructuoso trabajo en la viña del Señor.

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Dentro de una semana, celebraremos el Domingo de Ramos, es decir, la solemne entrada de Jesús en Jerusalén. Pero hoy, en este quinto Domingo de Cuaresma, anticipamos un poco estos acontecimientos, ya que, el episodio que cuenta el Evangelio de hoy, sucedió poco después de aquella entrada triunfal de Jesús en la Ciudad Santa y pocos días antes de la Pascua hebrea. Podríamos decir que el episodio sucedió el lunes o el martes de la Semana Santa. Entre la numerosa gente que acudía a Jesús en el Domingo de Ramos, había también un grupo de griegos. Se trataba de los griegos convertidos al Judaísmo o los hebreos que vivían fuera de Palestina, en el mundo y en la cultura griega. Ellos sentían curiosidad por cuanto estaba aconteciendo y querían saber quién era Jesús. Querían acercarse para conocer a ese profeta, de cuyos milagros hablaba toda Palestina.

Decidieron acercarse a Jesús a través de sus discípulos. Es interesante que eligieran para ello a Felipe y Andrés, dos discípulos que llevaban nombres griegos. Probablemente, como nos pasa a nosotros, se sentían más seguros con la gente que podía pertenecer a su cultura y conocía su lengua. Así pues, se acercaron a Felipe y le dijeron: “queremos ver a Jesús”…

Queridos amigos, he aquí nuestra súplica durante esta Santa Misa del Quinto Domingo de Cuaresma: “queremos ver a Jesús”. ¿Quién de nosotros no querría ver a Jesús? Con el Quinto Domingo de Cuaresma nos acercamos cada vez más a los misterios de la Semana Santa. Hace un tiempo, llegado el V Domingo, todas las cruces y otras imágenes se cubrían con un lienzo de color morado. Ya es tiempo de prepararse seriamente a celebrar las verdades más importantes de nuestra fe.

¿Cómo ver a Jesús? Podemos ver a Jesús, recordando que nosotros somos mirados por Él. ¡Aceptar la mirada de Jesús en la propia vida! Tomemos como ejemplo el caso de Pedro, cabeza de los Apóstoles. Jesús, antes de dirigirle a Pedro las palabras con las cuales lo llamó a seguirlo, a orillas del lago de Galilea, lo miró, y después le dijo: “Vengan conmigo y los haré pescadores de hombres” (Mt 4, 18). Con la misma mirada insistente observa a Pedro, cuando éste sale de la casa del Sumo Sacerdote Caifás, después de haber negado por tercera vez que lo conocía. “El Señor se volvió y miró a Pedro” leemos en esta ocasión en el Evangelio de San Lucas (Lc 22, 61). Esta primera mirada, durante la llamada a seguirlo, lo había colmado de alegría y de luz, había dejado las redes y había seguido a Jesús; la segunda, hace que Pedro se dé cuenta de que ha negado a su Maestro y lo ha traicionado. “El Señor se volvió y miró a Pedro; éste recordó lo que había dicho el Señor; antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces. Salió afuera y lloró amargamente”.

El domingo pasado habíamos hablado de la luz, con la cual se evidencian las obras buenas y las obras malas. Jesús nos mira hoy, como lo hace cada día y, bajo su mirada, quizá podemos sentir en nosotros la paz y la alegría o, quizá, podemos llorar amargamente. Puede ser esto lo que ocurra en nuestra vida: podemos sentir la paz porque hemos hecho el bien o hemos sabido resistir al mal, pero al mismo tiempo, podemos llorar y arrepentirnos de nuestras debilidades y de nuestros pecados. Nuestro llanto, sin embargo, debería provocar nuestra conversión; así veríamos más fácilmente a Jesús en nuestra vida.

Queridos amigos, volvamos a nuestros griegos que querían ver a Jesús. Jesús se dio cuenta de que ellos querían ver a una persona famosa, de la que todos hablaban, para poder decir que habían visto a un famoso profeta. Ellos eran como la gente de todos los tiempos; también a nosotros no nos desagrada tener una foto con un político de las primeras páginas de los periódicos, con un gran escritor o con una famosa actriz. Hay gente que busca y colecciona los autógrafos de gente famosa y se interesa por su vida. Nuestros jóvenes son capaces de hacer cualquier cosa con tal de acercarse a una estrella de música moderna y así podríamos seguir.

Precisamente, pensando en todo lo que los griegos pensaban encontrar en Él, o sea, la notoriedad y la fama, Jesús dice: “Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado”. Habla de su Gloria, la Gloria del Hijo de Dios que vino, no para condenar, sino para salvar al mundo; no habla de la gloria de este mundo. Y después, añade: “Yo les aseguro que si el grano de trigo, sembrado en la tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto”.

En primer lugar, Jesús había hablado de su Gloria que debía manifestarse en su muerte y su resurrección. Es necesario que el grano de trigo muera; era necesario que Jesús muriera en la cruz. El grano muerto produce después mucho fruto. Jesús después de su muerte resucitaría y daría la vida eterna a todo el género humano.

La parábola del grano sembrado en la tierra, y que debe morir, nos ofrece una gran lección a todos nosotros. Indudablemente, todos amamos la vida y queremos vivir largamente y felices. La experiencia cotidiana nos muestra una cosa más que clara: el tiempo pasa y, con el tiempo, pasamos nosotros. La muerte forma parte de nuestra vida. No podemos escapar al tiempo, debemos aceptar que envejecemos y que nuestra juventud pasa, luego, la edad madura y, al final, nos abandonan las fuerzas. Es el ritmo natural de nuestra vida. Quien es niño será un día anciano, y el anciano fue también alguna vez un niño. Todo ello sin hablar de los accidentes, enfermedades o muertes imprevistas que pueden interrumpir la existencia.

Con las palabras de Jesús, sin embargo, tenemos la certeza de que la muerte no interrumpe la vida, solamente la transforma. Nuestra vida actual, aun cuando es bellísima y de enorme valor, es solamente un anuncio de lo que nos espera después de la muerte.

Nuestra fe en la vida eterna no es un escape de la vida real, ni una ilusión de lo que vendrá después. Nuestra fe en la vida después de la muerte nunca debe ser un desprecio de la que vivimos ahora aquí en la tierra. Al contrario, la fe en la vida eterna, nos da la esperanza y la paz para afrontar nuestra vida de cada día y aprovecharla de la mejor manera posible.

Un grano sembrado, para dar fruto, necesita buena tierra, agua y sol. Nuestra vida, para perdurar siempre, incluso después de la muerte, necesita de la cruz de Jesús y de su poder salvador. En la segunda Lectura, de la Carta a los Hebreos, hemos escuchado: “A pesar de que era Hijo, aprendió a obedecer padeciendo y, llegando a su perfección, se convirtió en la causa de la salvación eterna para todos los que obedecen”. Que la salvación y la vida eterna sea, un día, nuestra parte y la de todos aquellos que amamos. Así sea. Amén.

Estimado Dr. Miguel Ángel Schiavone, rector de la Pontificia Universidad Católica Argentina,
Reverendo Dr. Gustavo Boquín, vicerrector,
Estimados decanos y profesores, todos los colaboradores,
y, sobre todo, queridos estudiantes.

“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios Vivo”, estas palabras fueron pronunciadas por Simón, hijo de Jonás. Como dijo Jesús, no es la carne, ni la sangre quien se lo ha revelado (a Pedro), sino su Padre que está en los cielos (cfr. Mt16, 17). Eran palabras de fe.

Como justamente observó San Juan Pablo II, hace 45 años, al comienzo de su pontificado, estas palabras marcan el comienzo de la misión de Pedro en la historia de la salvación, en la historia del Pueblo de Dios. Desde entonces, desde esa confesión de fe, la historia sagrada de la salvación y del Pueblo de Dios debía adquirir una nueva dimensión: expresarse en la histórica dimensión de la Iglesia. Esta dimensión eclesial de la historia del Pueblo de Dios tiene sus orígenes, nace de hecho, de estas palabras de fe y sigue vinculada al hombre que las pronunció: «Tú eres Pedro -roca, piedra- y sobre ti, como sobre una piedra, edificaré mi Iglesia» (22 de octubre de 1978).

Estoy profundamente agradecido por la invitación que me permite conocer más aún la realidad de esta Universidad Católica. Desde hace más de tres años tengo el honor de representar al Santo Padre Papa Francisco en su País natal, entonces saludo a todos ustedes en su nombre y en mi nombre personal. Me parece muy oportuno, que los organizadores de la visita del Nuncio Apostólico han escogido la Misa de la solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.

“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. /…/ Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás /…/ Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella”.

Pienso que la visita del Nuncio, Representante del Papa, sea una ocasión propicia para reflexionar sobre el papel de Pedro y sus sucesores en la vida de nuestra Iglesia.

En realidad, la Iglesia está en construcción perenne desde hace dos mil años. El Papa Francisco es el 266 (ducentésimo sexagésimo sexto) papa y él también agrega sus ladrillos y piedras a la construcción de la Iglesia y del Reino de Dios.

Mucha gente, a veces, ve la tarea del Papa únicamente a la luz de la sociedad civil, pero el Papa no es un director de una grande corporación internacional, él es Vicario de Cristo, Sucesor de Pedro; él es la piedra de nuestros tiempos y nuestro guía espiritual.

Cada vez que hablamos del Papa, sucesor de Pedro, no queremos alabar la persona del Santo Padre, sino que reconocemos la importancia en la vida eclesial de un liderazgo que mantenga la unidad de los cristianos. Santa Catalina de Siena nos recuerda que no existe el catolicismo sin la guía moral, humana y espiritual del Papa. La Iglesia lo necesita para mantenerse fiel y, al mismo tiempo, unida. Solo a Pedro, Jesús le dijo “Tu eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos” (Mt 16, 18-19).

“Y ustedes - les preguntó - ¿quién dicen que soy?” Esta pregunta fue dirigida no solo a Pedro, aunque su respuesta fue importante, fue dirigida a sus discípulos. Estamos más que seguros quetambién hoy día está dirigida a nosotros.

¿Cuál es el significado de este diálogo? ¿Por qué Jesús quiere escuchar lo que los hombres piensan de Él? ¿Por qué Jesús quiere escuchar lo que nosotros pensamos de Él?

Jesús quiere que nosotros nos demos cuenta de lo que está escondido en nuestras mentes y en nuestros corazones y que lo expresemos con convicción. Al mismo tiempo, Jesús sabe que el juicio que nosotros daremos no será sólo un acto intelectual, sino que se revelará que Dios ha derramado en nuestros corazones la gracia de la fe. Recordemos las palabras de Jesús dirigidas a Pedro: “Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo”.

Me permito de recordar nuevamente al Papa Juan Pablo II, que decía a los jóvenes en el año jubilar 2000, que este acontecimiento en la región de Cesarea de Filipo nos introduce, en cierto modo, en el “laboratorio de la fe”. Ahí se desvela el misterio del inicio y de la maduración de la fe. En primer lugar está la gracia de la revelación: un íntimo e inexpresable darse de Dios al hombre; después sigue la llamada a dar una respuesta y, finalmente, está la respuesta del hombre, respuesta que desde ese momento en adelante tendrá que dar sentido y forma a toda su vida.

Aquí tenemos lo que es la fe. Es la respuesta a la palabra del Dios vivo por parte del hombre racional y libre. Las cuestiones que Cristo plantea, las respuestas de los Apóstoles y la de Simón Pedro, son como una prueba de la madurez de la fe de los que están más cerca de Cristo.

¿Por qué hablo del laboratorio de la fe? Cada Universidad es un lugar para estudiar ciencias, también filosofía o teología; no tenemos duda sobre la vocación de esta Institución; pero, al mismo tiempo, sería un malentendido o un error el de no aprovechar, sobre todo tratándose de la Universidad católica, el tiempo de los estudios para madurar y cuidar nuestra fe personal.

El diálogo en Cesarea de Filipo, entre Jesús y sus discípulos, nos anima a responder a la pregunta de Jesús: “Y tú, ¿quién dices que soy?”

No olvidemos que la idea de las universidades nació en la Europa medieval a través de las escuelas catedralicias y monásticas; donde la máxima de Anselmo de Canterbury “Credo ut intelligam” (Creo para que pueda entender) fue naturalmente vigente.

En nuestro camino de fe o en el “laboratorio de la fe”, no podemos olvidar a otro Apóstol, se trata de Tomás.

Como recordamos, San Tomás era el único ausente cuando, después de la resurrección, Cristo fue por primera vez al Cenáculo. Cuando los otros discípulos le dijeron que habían visto al Señor él no quiso creer. Decía: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré” (Jn 20,25). Ocho días después, estaban otra vez reunidos los discípulos y Tomás estaba con ellos. Entró Jesús estando la puerta cerrada, saludó a los Apóstoles con estas palabras: “La paz con vosotros” (Jn 20, 26) y acto seguido se dirigió a Tomás: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y nos seas incrédulo sino creyente” (Jn20,27). Tomás le contestó: “Señor mío y Dios mío” (Jn20,28).

Jesús había anunciado varias veces que iba a resucitar de entre los muertos y también ya había dado pruebas de ser el Señor de la vida. Sin embargo, la experiencia de su muerte había sido tan fuerte que todos tenían necesidad de un encuentro directo con Él para creer en su resurrección: los Apóstoles en el Cenáculo, los discípulos en el camino a Emaús, las piadosas mujeres junto al sepulcro... También Tomás lo necesitaba. Cuando su incredulidad se encontró con la experiencia directa de la presencia de Cristo, el Apóstol que había dudado pronunció esas palabras con las que se expresa el núcleo más íntimo de la fe: Si es así, si Tú verdaderamente estás vivo aunque te mataron, quiere decir que eres “mi Señor y mi Dios”.

Con el caso de Tomás su profesión de fese ha enriquecido con un nuevo elemento, que exprime el mismo Señor: Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y quien vive y cree en mí no morirá para siempre” (J 11, 25-26).

Un día San Pablo escribirá: “Cerca de ti está la palabra: en tu boca y en tu corazón, es decir, la palabra de la fe que nosotros proclamamos. Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10, 8-9).

Cuando el Nuncio Apostólico visita la respetuosa Universidad Católica Argentina, se puede hablar de muchas cosas importantes: de la diplomacia vaticana o de la paz; pero en mi breve reflexión he querido tocar el tema más importante para la gente de la Iglesia, “la fe”. Si en la historia de la Iglesia tenemos momentos de crisis, muchas veces pasa esto porque nos falta la fe.

Nos unimos hoy día con la solicitud de los Apóstoles: “Auméntanos la fe”.

Mons. Miroslaw Adamczyk, nuncio apostólico

Su Eminencia Reverendísima el señor cardenal Mario Poli, arzobispo de Buenos Aires y primado de la Argentina,
Su Excelencia Reverendísima monseñor Oscar Ojea, obispo de San Isidro y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina,
Su Eminencia el señor cardenal Luis Héctor Villalba,
Excelencias señores arzobispos y obispos,
Su Excelencia señor embajador Guillermo Oliveri, secretario de Culto de la Nación, en representación del presidente de la Nación
Su Excelencia señor Federico Pugliese, director general de entidades y culto de la Ciudad de Buenos Aires, en representación del Jefe de gobierno de la Coidad de Buenos Aires
Excelencias señoras embajadoras y embajadores y miembros del Cuerpo Diplomático,
Excelentísimos arzobispos y obispos, reverendos pastores de las Iglesias Cristianas,
Honorables representantes de la Comunidad Judía,
Honorables representantes de la Comunidad Islámica,
Honorables autoridades militares y de la Policía,
Reverendos sacerdotes, religiosos, reverendas religiosas,
Queridos hermanos y hermanas en Cristo.

Saludo a todos Ustedes muy cordialmente y estoy agradecido por su preciosa presencia hoy día en la Catedral Metropolitana de Buenos Aires. La lista de invitados, leída hace un instante, fue relativamente larga, porque no quiero omitir a nadie, al contrario, a cada uno de ustedes quiero presentar mis respetos y expresiones de estima.

El 13 de marzo hemos celebrado el décimo aniversario del Pontificado de Su Santidad Papa Francisco. A través de toda la tierra argentina, en las diócesis y parroquias, el Pueblo de Dios le agradeció por los diez años del Papa argentino. Todas estas celebraciones fueron muy naturales y salieron del corazón de la gente creyente. Además estas conmemoraciones permitieron conocer más los documentos del Santo Padre y su enseñanza.

Celebrando diez años de su Pontificado, no queremos alabar la persona del Papa, sino que reconocemos la importancia en la vida eclesial de un liderazgo que mantenga la unidad de los cristianos. Santa Catalina de Siena nos recuerda que no existe el catolicismo sin la guía moral, humana y espiritual del Papa. La Iglesia lo necesita para mantenerse fiel y, al mismo tiempo, unida. A Pedro, Jesús le dijo “Tu eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos” (Mt 16, 18-19).

Como ustedes saben, yo soy polaco, entones recuerdo más que bien nuestro común orgullo nacional cuando nuestro compatriota Karol Wojty?a fue elegido Papa. En el mundo entero una sola persona puede ser Papa y esta persona era nuestro compatriota. Estoy seguro que este mismo orgullo lo sienten todos los argentinos. Celebrando 10 años del Pontificado del Papa Francisco, honoramos al excepcional Hijo de esta querida tierra argentina. El Santo Padre, durante estos 10 años, ha dado una contribución llevando la fe de la Iglesia que está en Argentina a la Iglesia Universal y ha dado honor a su Patria.

Hoy día comienza la Asamblea General de la Conferencia Episcopal y esta reunión de todos los obispos argentinos es una grata y apropiada ocasión para dar, todos juntos, gracias a Dios por este Pontificado, y lo hacemos en la Catedral de Buenos Aires que hace poco más de trece años era la Iglesia del Arzobispo Jorge María Bergoglio.

Esta celebración es también una forma de expresar nuestra lealtad y fidelidad al Sucesor de Pedro de nuestro tiempo. Lo apoyamos humana y espiritualmente ofreciendo por él nuestras oraciones.

Me he tomado la libertad de preferir las lecturas bíblicas que la Iglesia nos propone en la misa de la Vigilia de la solemnidad de Santos Pedro y Pablo.

En la primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles, vemos los inicios de la Iglesia, cuando dos de los discípulos, Pedro y Juan, suben al Templo en Jerusalén.

“No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en el Nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y camina”. Estas palabras recuerdan no solo la misión de Pedro sino que de toda la Iglesia. El Papa Francisco con su fuerte opción por los pobres y marginados, subraya que la Iglesia posee un don de un valor incalculable: el poder de invocar el nombre de Jesús Nazareno.

El Santo Padre en el nombre de Jesús invita a todos a levantarse y caminar juntos en la fraternidad y en la amistad para construir un mundo mejor, más justo y pacífico. Como escribe en la carta encíclica Fratelli tutti, nos propone una forma de vida con sabor a Evangelio.

El Evangelio según San Juan, nos presenta la aparición de Jesús después de la resurrección en el lago de Galilea. “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? Jesús hace tres veces esta pregunta, como un eco de las tres negaciones de Pedro. La respuesta de Pedro fue siempre igual, si, te quiero y siempre Jesús le respondía “apacienta mis ovejas”.

No podemos tener dudas que la misión de Pedro y sus sucesores es siempre la misma y única: ser pastor del rebaño del Señor. Proclamar el Evangelio “para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el Señor» (Flp 2, 10-11).

Entre los muchos documentos de este pontificado, no podemos dejar de mencionar la Exhortación Evangelii gaudium (la alegría del Evangelio) sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual.

El Santo Padre llama a una conversión pastoral. Todos somos discípulos y misioneros, somos el Pueblo que camina hacia su Padre. El Papa quiere una Iglesia en salida con las puertas abiertas. Una Iglesia que llega a las periferias humanas y no está cerrada para nadie. La Iglesia como la casa del Padre abierta siempre y a todos. Para el Papa, la Iglesia es un hospital de campo con heridos buscando a Dios.

Todos estos temas de la enseñanza papal sobre la conversión pastoral, coinciden en la óptica de la Asamblea General del Sínodo de los Obispos convocado por el mismo Papa, programada para tres años y celebrada bajo el lema: "Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión".

Con este Sínodo, papa Francisco tiene grandes esperanzas, convencido de que ya es hora de que la Iglesia sea mucho más sinodal. Se trata de un nuevo modo de funcionamiento de la Iglesia: Basado en el diálogo interno, en la escucha mutua, en una mayor apertura a los laicos. Y, sobre todo, abrir el Espíritu Santo a nuevas inspiraciones y leer correctamente los "signos del tiempo", escuchando su voz, que habla no solo a través de la jerarquía, sino también a través de todo el Pueblo fiel.

Los tres pilares básicos del sínodo -que también están incluidos en su título- son la comunión, la participación y la misión. Lo primero es hacer que la Iglesia sea verdadera comunión. Comunión sacramental, pero también comunión fraterna. De ahí la necesidad de abrirse a todos, a sus necesidades y a modos de pensar. La comunión es también la construcción del diálogo interior en la Iglesia. Participación, es decir, despertar la responsabilidad de la Iglesia entre todos sus miembros. Por último, una misión que es la tarea primordial de toda la Comunidad, proclamar el Evangelio de Salvación.

* * *

“Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras”. Las palabras de Jesús dirigidas a Pedro, son, de una u otra manera válidas para cada sucesor. El Cardenal Jorge Mario Bergoglio, a sus 76 años de vida, dejó su Patria para quedarse en la ciudad eterna de Roma y ser el 266 (duocentésimo sexagésimo sexto) Sucesor de San Pedro y desde hace diez años, sin descanso, agrega sus ladrillos y piedras a la construcción de la Iglesia y del Reino de Dios.

De estas palabras de Jesús dirigidas a Pedro, podemos fácilmente entender que la misión del Papa no es fácil y está estrechamente relacionada con el sacrificio. El Santo Padre termina casi cada carta, discurso o documento con las palabras: “recen por mí”. Y nosotros estamos hoy día en su antigua catedral, para rezar por el Papa Francisco; que tenga mucha salud y fuerzas, que tenga todas las gracias terrenas y celestiales necesarias para ser el Pedro de nuestro tiempo.

En el día de su aniversario, el Santo Padre ha dicho que su regalo preferido para esta circunstancia sería el don de la paz en el mundo entero. Hoy día nos unimos a sus plegarias para que Dios, que con cariño de Padre cuida de los hombres a quienes ha dado un único origen, conceda que todos nosotros formemos una sola familia que vive en paz y en el amor fraterno. Y así sea.

Mons. Miroslaw Adamczyk, nuncio apostólico

Su Eminencia, el señor cardenal Luis Héctor Villalba, arzobispo emérito de Tucumán,
Su Excelencia monseñor Carlos Alberto Sánchez, arzobispo de Tucumán,
Su Excelencia monseñor Roberto Ferrari, obispo auxiliar,
Excelentísimos señores obispos aquí presentes,
Reverendos sacerdotes diocesanos y religiosos,
Reverendos diáconos,
Reverendos religiosos y religiosas,
Estimados seminaristas,
Honorables representantes de las autoridades civiles.
Queridos hermanos y hermanas, fieles de la arquidiócesis de Tucumán.

Saludo a todos ustedes muy cordialmente en el nombre del Santo Padre que tengo honor de representar en su país y en mi nombre proprio. Estoy muy contento de poder estar hoy día con ustedes para celebrar la clausura de las celebraciones de los 125 años de la creación de la Diócesis de Tucumán.

Agradezco al Señor Arzobispo por su amable invitación que me ha dirigido hace largo tiempo.

Hace 126 años, precisamente el 15 de febrero de 1897, el Papa León XIII ha creado la Diócesis de Tucumán, nominando a su primero Obispo en la persona de Mons. Pablo Padilla y Bárcena.

En la historia de Argentina, 125 años no son pocos y representan el largo camino del Pueblo de Dios que vive en esta tierra.

San Pablo, en su Carta a los Efesios, los anima a que cuando celebren al Señor con cantos, salmos e himnos, no se olviden de dar gracias “siempre y por cualquier motivo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef. 5, 20).

Que lindas y preciosas estas palabras para nosotros cuando celebramos 125 años de vida diocesana de Tucumán. Queremos y debemos agradecer a Dios por todo. Durante nuestra misa no podemos olvidar que se trata de una misa de agradecimiento. La gratitud es una memoria de nuestro corazón.

Aunque celebramos 125 años de una diócesis, recordemos que la vida de fe en Jesús Cristo continua en la tierra entera desde hace más de 2000 años; nuestra Iglesia Santa, Católica y Apostólica existe desde hace más de 2000 años. Entonces ¿Qué celebramos hoy día? Celebramos la fundación de una iglesia particular que está relacionada con el Pueblo que vive aquí en las antiguas tierras de la provincia de Tucumán. Las Iglesias particulares en las cuales se constituye y existe la Iglesia católica una y única. Ustedes, queridos hermanos y hermanas son parte de esta una y única santa Iglesia Católica. Estoy seguro de que los argentinos, desde hace diez años se sienten orgullosos de que el Sucesor de Pedro sea uno de ustedes, nuestro querido Papa Francisco.

Desde hace 125 años ustedes, queridos hermanos y hermanas, tienen su Iglesia propia; corno uno posee su propia casa, su propio techo. Una iglesia con un obispo, sacerdotes, religiosas, con todo esto que nos permite a construir el reino de Dios.

Queridos Hermanos y Hermanas, la Buena Noticia es anunciada en su tierra. Por esta razón, en primer lugar, queremos agradecer a Dios por el trabajo de evangelización de esta Arquidiócesis.

En la celebración de los 125 años de vida diocesana recordamos a todos los diez Obispos y Arzobispos. Entre los Prelados fallecidos menciono a Mons. Juan Carlos Aramburu, quien sería nombrado posteriormente Cardenal y Arzobispo de Buenos Aires, y también Mons. Alfredo Horacio Zecca que falleció hace poco tiempo.

Esta Arquidiócesis también tiene el honor y el privilegio de tener a Su Eminencia Luis Héctor Villalba, Arzobispo emérito. La elevación de Mons. Villalba a la dignidad cardenalicia fue también una señal del reconocimiento del Papa a la Arquidiócesis de Tucumán.

Hoy día pensamos con gratitud al Arzobispo actual, Mons. Carlos Alberto Sánchez que pastorea desde casi seis años, pero conoce profundamente la realidad de Tucumán, hijo de esta tierra. Nació y creció en esta ciudad. Hace treinta y cinco años fue ordenado sacerdote en esta Iglesia Catedral. Él es coadyuvado por el Obispo Auxiliar, Mons. Roberto Ferrari.

Celebrando 125 años de vida de la diócesis, recordamos a los Obispos, pero todo obispo necesita de colaboradores más cercanos y directos, se trata de los sacerdotes, religiosos y religiosas. Demos gracias a Dios por los pastores de esta tierra. Les agradecemos por haber proclamado la Buena Noticia a todos. jGracias a ustedes sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas!

Recordemos las palabras de Jesús: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación”. Pero además Jesús añadió "El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará

La predicación del Evangelio, de la Buena Noticia no tiene por objetivo una formación intelectual; se trata de la salvación de las almas, a través de la fe; a través del misterio de Cristo. No es suficiente conocer la Buena Noticia, se debe creer en ella.

Aquí recordamos a los fieles creyentes de esta Iglesia local en Tucumán; a todos los laicos comprometidos, los catequistas, miembros de diferentes movimientos y apostolados y, sobre todo, el Santo Pueblo de Dios que vive aquí. Agradecemos a Dios por la fe de este pueblo.

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Estamos reunidos en la Catedral de Nuestra Señora de la Encamación en el día de la Anunciación.

"Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros". La encarnación del Hijo de Dios es el misterio básico de nuestra fe cristiana. El que profesamos en el Credo diciendo que "por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre".

La celebración de hoy es también "una fiesta conjunta de Cristo y de la Virgen: del Verbo que se hace hijo de María y de la Virgen que se convierte en Madre de Dios. Con relación a Cristo, corno memoria del "sí" salvador del Verbo Encarnado, corno conmemoración del principio de la Redención. Con relación a María, corno fiesta de la nueva Eva, virgen fiel y obediente, que con su "sí" generoso se convirtió, por obra del Espíritu, en Madre de Dios y también en verdadera Madre de los vivientes" (Pablo VI, Marialis cultus 6).

Nuestra primera lectura de hoy día, del libro de Isaías nos ofrece el más profundo sentido de nuestra celebración hodierna. El profeta le ofrece al rey Acaz, en el siglo VII antes de Cristo, la ayuda de Dios para la solución de sus problemas. Pero el rey se fía más de su alianza militar con los asirios. Y entonces es cuando el profeta le anuncia un signo: “la virgen está embarazada y dará a luz un hijo, y lo llamará con el nombre de Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’”.

Este es el gran mensaje de la fiesta de hoy día: “Dios está con nosotros”. En este momento, no puedo dejar de citar las palabras de San Pablo de su Carta a los romanos (8):

“Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?

El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos concederá con él toda clase de favores?

¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada?

Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8, 31-39).

Estamos entonces con la gran alegría de que Dios no es un Dios lejano, sino "Dios con nosotros", que ha querido hacerse hombre para que nosotros podamos unirnos a su vida divina. Y, por otra parte, nos sentimos animados, por el ejemplo de María, a contestar con nuestro “sí” personal, vital, desde nuestra historia concreta, a ese acercamiento de Dios, superando así los planteamientos más superficiales de la vida a los que podría invitarnos nuestra comodidad o el clima de la sociedad.

Es la fiesta del “sí” y del amor: el de Dios y el nuestro. Si también nosotros respondemos a Dios "hágase en mí según tu Palabra", corno hicieron Cristo desde el primer momento de su existencia y María de Nazaret en el diálogo con el ángel, se volverá a dar, en nuestro mundo, una nueva encamación de Cristo Jesús. Por obra de su Espíritu seguirá brotando la salvación y la gracia y la alegría de la Buena Noticia.

Y María de Nazaret -la "nueva Eva", que obedeció a la voz de Dios, al contrario que la primera-, se convertirá en la mejor representante y modelo de los que pertenecemos a la nueva humanidad que Dios ha formado en torno a su Hijo. Una de las preces de Vísperas así lo pide: "dispone nuestros corazones para que reciban a Cristo corno la Virgen Madre lo recibió".

La fiesta de hoy día, de la Anunciación que celebremos a la clausura del año jubilar, es una ocasión para todos nosotros de decir a Dios nuestro “sí”, ¡aquí estoy, Señor para hacer tu voluntad! Querernos renovar nuestra fe, para continuar la proclamación de Buena Nueva a todos.

Las celebraciones jubilares son corno las del cumpleaños de la Arquidiócesis de Tucumán; es su fiesta, permítanme pues de presentar a todos Ustedes, en primer lugar al Señor Arzobispo, a los sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y todos los fieles, los mejores deseos, que Dios les conceda de ser felices mensajeros de la Buena Noticia; que en la Arquidiócesis no falten vocaciones, que crezca la fe del Pueblo; que todos vivan en la paz con muchas gracias terrestres y celestiales, de salud y prosperidad; que Dios les bendiga. Amén.

Mons. Miroslaw Adamczyk, nuncio apostólico 

Su Excelencia Reverendísima Mons. Enrique Eguía Seguí, Vicario General de la Arquidiócesis de Buenos Aires,
Reverendo Pbro. Alejandro Russo, Rector de la Basílica Catedral,
Reverendos Sacerdotes diocesanos y religiosos,
Reverendas Hermanas Religiosas,
Queridos Hermanos y Hermanas en Cristo,
Saludo también a todos los que participan en esta celebración a través de los medios de comunicación. 

Estamos celebrando ya el cuarto domingo de Cuaresma y, en un par de semanas, concluimos este tiempo de preparación a la Pascua. El domingo de Ramos abre la Semana Santa y, después, viene la solemnidad de la Pascua. Las fiestas están cerca. La liturgia de hoy día comienza con las palabras de la Antífona “Alégrese, Jerusalén, y que se congreguen cuantos la aman. Comparten su alegría los que estaban tristes, vengan a saciarse con su felicidad”. Por esta razón, en la liturgia de la Iglesia, este cuarto domingo de Cuaresma es un día más alegre que los otros. La antigua tradición litúrgica permite hoy llevar la casulla de color rosado en lugar del morado, usado durante toda la Cuaresma.

A parte de la alegría provocada por la cercanía de las fiestas pascuales, tenemos hoy día, en nuestros corazones, también otro gozo. Celebramos hoy día el decimo aniversario de la inauguración del Pontificado del Papa Francisco. Hasta el tiempo del Santo Papa Pablo VI se trataba de la coronación del Papa con la tiara papal, triple corona. En realidad, la última coronación papal ha tenido lugar hace sesenta años. Desde los tiempos de Juan Pablo primero, los papas han decidido renunciar a la coronación e iniciar solemnemente su pontificado con una misa con los cardenales y el Pueblo de Dios.

Nuestro querido Papa Francisco ha celebrado esta misa, justamente hace 10 años en la solemnidad de San José, el 19 de marzo de 2013.

Cuando se celebra un aniversario del Pontificado, es algo más que natural recordar todos los éxitos y eventos o recordar todos los documentos y viajes del Papa.

Pero me permito más bien, recordar hoy día, algunos temas de la homilía del Papa durante la Misa de inauguración de su Pontificado. El Santo Padre habló de la misión de San José de custodiar a María y a Jesús y más tarde, a la Iglesia.

El Papa afirmó que la vocación de custodiar no es solo de San José sino que de todos nosotros. Nos corresponde a todos nosotros: “custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos” (fin de la cita).

Son muy interesantes estas palabras pronunciadas justamente al comienzo del pontificado. Es justamente el Papa Francisco que nos ofreció la primera carta encíclica ecológica “Laudato si” publicada en el 2015. El Santo Padre desde el comienzo de su misión papal tuvo muy claras visiones sobre lo que debe hacer y de lo que quiere hablar.

El documento se centra en el cuidado del entorno natural y de todas las personas, así como en cuestiones más amplias de la relación entre Dios, los seres humanos y la Tierra. El subtítulo de la encíclica, «El cuidado de nuestra casa común», refuerza estos temas clave. Laudato Si’ se dirige justamente a «cada persona que habita este planeta» (LS 3). Por lo tanto, se ofrece como parte de un diálogo continuo dentro de la Iglesia Católica y entre los católicos y el mundo en general.

No solo custodiar la naturaleza y la tierra, sino que custodiar sobre todo las personas humanas. De nuevo me permito de citar al Papa: “Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres, cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Sed custodios de los dones de Dios” (fin de cita).

En estas palabras encontramos posteriores temas de la enseñanza de nuestro Papa Francisco. La Iglesia abierta absolutamente a todos; la Iglesia misericordiosa que parece más un hospital de campo que una casa cerrada. En estas palabras, a lo largo de estos diez años, podemos ver su amor por los pobres, por todos los marginados de la sociedad y los emigrantes.

El ministerio de ser Papa es también un poder. ¿De que poder se trata? – se preguntó el Papa hace diez años. “Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente a los más pobres, los más débiles, los más pequeños” (fin de la cita).

Queridos hermanos y hermanas podemos preguntarnos hoy día ¿porque celebramos de manera especial el décimo aniversario del Pontificado de un papa?

En el momento de la muerte de Juan Pablo II, en el 2005, trabajaba en la Nunciatura Apostólica en Bélgica. En esta ocasión, fueron abiertos muchos libros de condolencias, todos estos libros abiertos en el país, fueron después entregados a la Nunciatura. Pude entonces leerlos y entre muchos textos, hubo una corta frase que me impactó y que todavía ahora recuerdo. Alguien escribió: “no siempre de acuerdo pero siempre en unión de la fe”.

Estas palabras me parece que dan un sentido más profundo de quien es, para nosotros católicos, el Papa. Al momento de la elección el Papa cambia nombre, no es más Jorge Mario Bergoglio sino que Papa Francisco. Es nuestro Pastor y guía en la fe. Es el Sumo Pontífice. El más alto sacerdote de nuestra Iglesia.

En realidad, la Iglesia está en construcción perenne desde hace dos mil años. El Papa Francisco es el 266 (duocentésimo sexagésimo sexto) papa y él también agrega sus ladrillos y piedras a la construcción de la Iglesia y del Reino de Dios. Ser católico significa estar en unión de la fe con el Sucesor de Pedro.

Mucha gente, a veces, ve la tarea del Papa únicamente a la luz de la sociedad civil, pero el Papa no es un director de una grande corporación internacional, él es Vicario de Cristo, Sucesor de Pedro; él es la piedra de nuestros tiempos y nuestro guía espiritual.

Con nuestra celebración de estos días, queremos agradecer a Dios por todo lo que ha hecho durante estos diez años a través del servicio del Papa Francisco. Sería superficial mencionar, que no fueron años fáciles, basta recordar la pandemia y la guerra.

Ser Pastor de la Iglesia universal es todo menos una tarea fácil, él necesita nuestro apoyo y sobre todo nuestro apoyo de oración. El Santo Padre termina casi cada carta, discurso o documento con las palabras: “recen por mí”. Y nosotros estamos hoy día en su antigua catedral, para rezar por el Papa Francisco; que tenga todas las gracias terrenas y celestiales para ser el Pedro de nuestro tiempo.

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Queridas hermanas y hermanos, hace poco tiempo hemos escuchado el Evangelio sobre un hombre ciego de nacimiento. En los tiempos de Jesús, la gente creía fácilmente que cada desgracia, también enfermedad, era un castigo por los pecados. Por esta razón han preguntado a Jesús: “¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?”. La respuesta de Jesús fue clara: “ni él ni sus padres han pecado”. Dios es misericordioso y ama a todos seres humanos, y especialmente a aquellos que son pecadores. Recordamos sus palabras: “No tienen necesidad del médico los sanos, sino los enfermos. No vine a llamar justos, sino a pecadores” (Mc 2,17).

Es interesante, para mí, la actitud de los amigos y vecinos del hombre ciego. Ellos tenían una buena vista y conocían bien al hombre, pero se preguntaban: “¿No es este el que se sentaba a pedir limosna? Unos opinaban: es el mismo. No, respondían otros, es uno que se le parece. Él decía: soy realmente yo”. La actitud de los vecinos representa de ser ciegos espiritualmente. En realidad tenían buena vista, pero no querían ver el milagro.

Esto nos pasa a todos nosotros que teniendo buena vista, no vemos algunas realidades. No vemos el mal que hemos hecho. No vemos la injusticia o las necesidades de los demás. El cuarto domingo de cuaresma es justamente un llamado a ver más claramente nuestra vida, para ver el mal que debemos evitar y el bien que debemos hacer.

Podemos ver no solo con los ojos sino que con nuestra mente, corazón o sensibilidad, pero lo más importante es ver el mundo con los ojos de la fe. Nuestro hombre ciego del Evangelio es de nuevo un buen ejemplo para nosotros. “¿Crees en el Hijo del Hombre? Él respondió ¿Quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo Tú lo has visto, es el que te está hablando. Entonces él exclamó: Creo Señor”.

Son pocos los que se recuerdan que la primera carta encíclica firmada por el Papa Francisco en el 2013 y preparada “a cuatro manos” con el Papa emérito Benedicto XVI fue Lumen fidei, Luz de la fe.

Uno de los capítulos de este documento fue intitulado “Si no creéis, no comprenderéis” (cf. Is 7,9). Si no crees no comprenderás. La versión griega de la Biblia hebrea, la traducción de los Setenta realizada en Alejandría de Egipto, traduce así las palabras del profeta Isaías al rey Acaz. De este modo, la cuestión del conocimiento de la verdad se colocaba en el centro de la fe. El Papa habla de la necesidad de recuperar la luz de la fe para iluminar la existencia. “Quien cree, ve”, asegura el Papa.

Pedimos a Dios la Luz de luz para vivir, como dice San Pablo en nuestra segunda lectura, como hijos de la luz en la bondad, la justicia y verdad.

Terminamos con una oración: Escucha, Señor, la plegaria de tu pueblo y haz que nuestro Papa Francisco, Vicario de Cristo en la tierra, confirme en la fe a todos los hermanos, para que toda la Iglesia se mantenga en comunión con él por el vínculo de la unidad, el amor y la paz.

Mons. Miroslaw Adamczyk, nuncio apostólico en la Argentina

S.E. Monseñor César Daniel Fernández, obispo de Jujuy
S.E. Mons. Mario Cargnello, arzobispo de Salta,
Obispos del Noroeste de la Argentina: Mons. Carlos Sánchez, arzobispo de Tucumán; Mons. Vicente Bokalic, obispo de Santiago del Estero; Mons. Luis Urbanc, obispo de Catamarca; Mons.Dante Braida, obispo de La Rioja; Mons. Luis Scozzina, obispo de Orán; Mons. José Antonio Díaz, obispo de Concepción: Mons. José Luis Corral, obispo de Añatuya; Mons. Félix Paredes, obispo prelado de Humahuaca; Mons. Enrique Martínez Ossola, obispo auxiliar de Santiago del Estero; Mons. Roberto Ferrari, obispo auxliar de Tucumán; Mons. José María Rossi OP, obispo emérito de Concepción; R.P. Pablo Moreno, administrador diocesano de la prealtura de Cafayate
Reverendos sacerdotes y diáconos
Reverendos hermanos religiosos,
Reverendas hermanas religiosas,
Hermanos y hermanas en Cristo, también todos aquellos que nos siguen a través de las redes de comunicación social.

Celebramos la Santa Misa para conmemorar el centenario de la coronación pontificia de la sagrada imagen de Nuestra Señora de Río Blanco y Paypaya, Patrona de la provincia de Jujuy.

La historia de las tierra de Jujuy está muy vinculada con la profunda devoción a la Virgen, Madre de Dios. No obstante nuestra piedad mariana sea tan natural, podemos preguntarnos hoy día, ¿por qué nosotros, católicos, tenemos tan grande devoción por María? La respuesta es, porque la Iglesia Católica quiere proclamar la plenitud del Evangelio sobre la salvación.

En la primera Carta de San Pablo a los Corintios, leemos: “Como todos mueren por Adán, todos recobrarán la vida por Cristo” (15, 22). Si, a causa del pecado de Adán llegó la muerte, gracias a Cristo y su cruz llegó la salvación. Por esta razón le llamamos el nuevo Adán. Pero la historia del primer pecado no es solo la historia de Adán, es también la de Eva.

Si Jesús es el nuevo Adán, ¿Quién es la nueva Eva? La virgen María, Madre de Jesús, ella es la nueva Eva. Si la historia completa del pecado incluye a Adán y a Eva, así la historia de la redención incluye al nuevo Adán y a la nueva Eva. No se puede proclamar la historia completa de la redención sin la nueva Eva, María.

Podemos encontrar en la Biblia muchos paralelos entre el viejo Adán y la vieja Eva, por una parte, y por otra, entre Jesús y María.

Por ejemplo, en el Antiguo Testamento, Eva salió de la costilla de Adán. En el libro de Génesis leemos, “Dios hizo caer sobre el hombre un profundo sueño, y (…) Le sacó una costilla y llenó con carne el sitio vacío” (Gen 2, 21), pero en el Nuevo Testamento Jesús nació de la Virgen María, Jesús tomó carne de una mujer, su madre.

En el Antiguo Testamento, fue Eva la primera en desobedecer e introducir a Adán al pecado, en el Nuevo Testamento, fue la mujer, María, la primera en obedecer. Ella ha dicho “sí” al Arcángel Gabriel, “Yo soy la esclava del Señor: que se cumpla en mi tu palabra” (Lc 1, 38).

Ahora vemos claramente, que nuestra devoción a la Virgen María forma parte de la verdadera historia de nuestra redención. La verdadera devoción a María nunca nos aleja de su Hijo, nuestro Señor y Salvador. Es ella la que nos repite siempre “Hagan lo que Él les diga” (Jn 2, 5).

Ella no solo lo dice, sino que también fue la primera discípula de su hijo, y nos muestra cómo ser buena cristiana o buen cristiano. Todo esto lo sabe el Pueblo de Jujuy que desde hace mucho tiempo escogió a Nuestra Señora del Rosario como su patrona y protectora.

Conocemos muchas advocaciones de la Virgen María, basta recordar las Letanías Lauretanas, y justamente, entre estas advocaciones se encuentra la expresión de “reina”, trece veces: Reina de los ángeles, Reina de los patriarcas, Reina de los profetas, Reina de los apóstoles, Reina de los mártires, Reina de los confesores, Reina de las vírgenes, Reina de todos los santos, Reina concebida sin pecado original, Reina asunta al cielo, Reina del Santo Rosario, Reina de la familia, Reina de la paz.

En realidad, la devoción popular invoca a María como Reina. El Concilio Vaticano Segundo, después de recordar la asunción de la Virgen «en cuerpo y alma a la gloria del cielo», explica que fue «elevada (...) por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte» (Lumen gentium, 59, San Juan Pablo II 1997).

La Fiesta de María Reina fue instituida por el Papa Pío XII en 1954. Se celebra el sábado siguiente a la Solemnidad de la Asunción. En la encíclica “Ad Caeli Reginam” (A la Reina del Cielo, n. 15), sobre la dignidad y realeza de María, Pío XII señalaba lo siguiente: “Cristo, el nuevo Adán, es nuestro Rey no sólo por ser Hijo de Dios, sino también por ser nuestro Redentor”. “Así, según una cierta analogía, puede igualmente afirmarse que la Beatísima Virgen es Reina, no sólo por ser Madre de Dios, sino también por haber sido asociada cual nueva Eva al nuevo Adán”.

Por su parte, el Papa Benedicto XVI en el día de la celebración de esta Fiesta en 2012 dijo que María “es Reina precisamente amándonos y ayudándonos en todas nuestras necesidades, es nuestra hermana y sierva humilde”.

La Virgen María es nuestra Reina, entonces ¿qué significa la coronación de su imagen?

La coronación es una de las principales manifestaciones de veneración hacia la Santa Madre. María tiene dignidad real, es Reina porque es la Madre de Cristo Rey. María se regocija en la gloria del cielo como Reina del mundo entero. Para honrar esta dignidad de María, se estableció la costumbre de decorar con coronas reales las imágenes de María rodeadas de una veneración excepcional.

La coronación de la Imagen de la Madre de Dios es ante todo una manifestación de gratitud filial y de amor al pueblo de Dios por María, que cuida de los pueblos y naciones con su protección maternal.

También es un llamado a estar agradecido por los favores y bendiciones de Dios recibidos a través de ella. Poner las coronas sobre la imagen de María significa, en primer lugar, glorificar a Dios mismo, que eligió y otorgó a la Virgen María, involucrándola en la ejecución de los planes salvíficos. Es también una expresión de veneración y homenaje a quien sirve a la Iglesia como madre.

Hace cien años, el 31 de octubre de 1920 en una bellísima mañana de primavera, la imagen de Nuestra Señora del Rosario de Río Blanco y Paypaya fue coronada. Estaba presente el Presidente de la Republica, Sr. Hipólito Irigoyen, el Gobernador Dr. Horacio Carillo, Mons. Alberto Vassallo de Torregrossa, Nuncio Apostólico y representante del Papa de aquel entonces, Benedicto Décimo quinto (XV), los obispos, los sacerdotes, los religiosos y religiosas y cinco mil personas. La homilía la pronunció Monseñor Miguel de Andrea, Obispo auxiliar de Buenos Aires.

Hace cien años el pueblo de Jujuy decidió que Nuestra Señora del Rosario sería su reina; ella es su Patrona y Protectora. Y hoy día, después de cien años, el Pueblo de Jujuy, en el año jubilar mariano, quiere repetir de manera simbólica la coronación de la Virgen para decir: que sea nuestra Reina, que sea nuestra Madre, que sea nuestra guía para seguir a su Hijo amado y nuestro Señor Jesucristo.

Celebramos Nuestra Señora del Rosario. Durante esta hermosa y sencilla oración estamos reflexionando sobre la vida de Jesús. Estamos considerando también la vida de la madre al lado de su hijo amado. El símbolo de esta intimidad entre la madre y su hijo divino se expresa en el Inmaculado Corazón de María. La primera vez que se menciona en el Evangelio el Corazón de María es para expresar toda la riqueza de esa vida interior de la Virgen: “María conservaba estas cosas en su corazón”.

El corazón de María conservaba como un tesoro el anuncio del Ángel sobre su Maternidad divina; guardó para siempre todas las cosas que tuvieron lugar en la noche de Belén, la adoración de los pastores ante el pesebre, y la presencia, un poco más tarde, de los Magos con sus dones,... la profecía del anciano Simeón, y las preocupaciones del viaje a Egipto.

Más tarde, el corazón de María sufrió por la pérdida de Jesús en Jerusalén a los doce años de edad según lo relata San Lucas.

María conservaba todas estas cosas en el corazón... Jamás olvidaría los acontecimientos que rodearon la muerte de su Hijo en la Cruz, ni las palabras que le oyó decir: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Y al mirar a Juan ella nos vio a todos nosotros. Vio a todos los hombres. Desde aquel momento nos amó con su Corazón de madre, con el mismo Corazón que amó a Jesús.

Pero María ejerció su maternidad desde antes que se consumase la redención en el Calvario, pues Ella es madre nuestra desde que prestó su colaboración a la salvación de los hombres en la Anunciación.

En el relato de las bodas de Caná, San Juan nos revela un rasgo verdaderamente maternal del Corazón de María: su atenta disposición a las necesidades de los demás. Un corazón maternal es siempre un corazón atento, vigilante.

La devoción a la Virgen no es una devoción más. Nos enseña acómo tratar a nuestra Madre con más confianza, con la sencillez de los niños pequeños que acuden a sus madres en todo momento: no sólo se dirigen a ellas cuando están en gravísimas necesidades, sino que también en los pequeños apuros que le salen al paso. Las madres les ayudan a resolver los problemas más insignificantes. Y ellas – las madres – lo han aprendido de nuestra Madre del Cielo.

Si queremos renovar nuestra fe y nuestro compromiso con Jesucristo, María puede ayudarnos, no solamente a través de su intercesión, sino que a través de su ejemplo. La ceremonia de hoy es para nosotros una ocasión para seguir concretamente el ejemplo de María.

Hoy queremos encontrarnos con María, con nuestra madre. Si recurrimos confiados a ella, ella nos va a decir qué debemos hacer y sentiremos su amor por nosotros. Ese mismo amor que Jesús tiene por cada uno de nosotros. Y ella nos dirá que nos quiere, que nos quiere con toda su alma.

Pidamos a Dios, que preparó en la Virgen María una morada digna al Espíritu Santo, que haga que nosotros, por intercesión de la Santísima Virgen, lleguemos a ser templos dignos de su gloria. Y así sea. Amén.

Mons. Miroslaw Adamczyk, nuncio apostólico en la Argentina

Su excelencia monseñor Hugo Ricardo Araya, obispo de Cruz del Eje.
Su excelencia monseñor Santiago Olivera, obispo castrense
Su excelencia mons. Marcelo Cuenca, obispo emérito de Alto Valle del Rio Negro
Reverendos sacerdotes, religiosos, religiosas, diáconos
Queridos hermanos en Cristo
Honorable intendente
Honorables representantes y autoridades civiles

El culto de los santos acompaña a la Iglesia desde el comienzo de su historia. En la carta a los Hebreos leemos: “acuérdense de quienes los dirigían, ellos les trasmitieron la palabra de Dios, miren como acabaron sus vidas e imiten su fe”.

Ya en los siglos II y III la Iglesia conmemoraba el aniversario de la muerte de los mártires celebrando la Eucaristía en sus tumbas. En realidad el culto de los santos es una expresión de la fe de la Iglesia. La Iglesia es una comunidad de los hijos e hijas de Dios y no se limita sólo a los vivientes, sino también a los que pasaron después de la muerte y son salvados. Son santos entre los santos y contemplan a Dios cara a cara. Somos una Iglesia aquí en la tierra y en el cielo, nuestra Patria, todos estamos en comunión, esto nosotros lo llamamos justamente comunión de los santos.

El concilio Vaticano II en el decreto Lumen Gentium dice claramente “todos los fieles de cualquier estado o condición están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad.” Es decir que la santidad no es privilegio de unos pocos, sino que es una llamada general dirigida a todos los cristianos. Nadie nace perfecto pero lo puede ser a través de su vida con Cristo y en Cristo. San Juan Pablo II durante su largo pontificado ha beatificado 1340 personas y ha canonizado 483. El santo papa no lo ha hecho para batir record, para nada. Él lo ha hecho para mostrar a todos nosotros que el santo y la santa viven a nuestro lado. Los santos no son algo del pasado distante, sino que una realidad cotidiana.

El Santo Padre Francisco lo dice muy claramente en la exhortación apostólica sobre el llamado a la santidad donde nos habla de los santos de la puerta de al lado.

Queridos hermanos y hermanas, hoy hacen exactamente 5 años que el Santo Padre ha canonizado a José Gabriel del Rosario Brochero. El santo que nació en Argentina, que se santificó en Argentina y que aquí murió. El cura Brochero o cura gaucho como se dice comúnmente de él, Juan PabloII lo llamó el santo cura de Ars argentino refiriéndose a la persona de San Juan María Vianney, patrono de los párrocos.

Queridos amigos ustedes seguramente saben mucho más que yo sobre la vida y obra del santo cura Brochero. Frente de mi oficina en Buenos Aires se encuentra una imagen del santo, eta famosa imagen del cura Brochero en una mula con un cigarrillo en la boca. Entonces cuando entro a mi oficina, me han explicado que se trata de un santo sacerdote muy popular en Argentina. Mi pensamiento fue: “debe ser un santo fuera de lo común”. En realidad así es y no por su imagen física, sino que por ser hombre de fe y sacerdote entregado a Dios y a su pueblo. Tenemos fotos del santo que nos muestran un hombre sencillo y fuerte. Tenemos también muchos dichos de él que nos muestran su personalidad y también su espiritualidad.

Me permito citar algunos para ver mejor la persona de nuestro santo: “Dios es como los piojos, está en todas partes pero prefiere a los pobres”. Otro dicho dice: “la gracia de Dios es como la lluvia que a todos moja” son frases que nos dicen mucho sobre la fe del cura Brochero. Para él la presencia de Dios en nuestra vida fue muy natural y obvia. Dios se dirige a todos y su gracia es gratuita. En estas palabras del cura Brochero se siente el eco de Jesús que dice que el padre del cielo hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos.

Antes de su ordenación le escribe al obispo: “Señor obispo, he examinado nuevamente mi vocación y he permanecido firme en el propósito de consagrarme al servicio de Dios Nuestro Señor y a su santa Iglesia. Deseo dar principio a la recepción de las órdenes.” Recuerda más tarde: “al ordenarme como sacerdote sentí mucho miedo, apenas soy un pobre pecador tan lleno de límites y miserias, me preguntaba ¿podré ser fiel a la vocación? ¿en qué enriedo me metí? Pero enseguida una sensación inmensa de paz invadió todo mi ser. Si el Señor me había llamado, él sería fiel y sostendría mi fidelidad.”

Queridos hermanos y hermanas cada vocación sacerdotal es una repetición de aquella que Jesús ha hecho a sus discípulos. Quiero recordar aquí la llamada de sus primeros apóstoles: Juan y Andrés. Cuando ellos han preguntado a Jesús ¿Dónde vives Rabbi? Jesús respondió: vengan a ver, ellos fueron y vieron y se quedaron con Jesús. Como sabemos al día siguiente llamó a Natanael y le dijeron: “ven y veraz” He aquí dos palabras claves: ven y veras. En las descripciones de la llamada a los discípulos podemos encontrar una definición de cada discípulo de Jesús. La primera cosa es encontrar a Jesús y solo después de haberlo invitado conocido, podemos invitar a los otros. Conocimos al salvador, ¡vengan a conocerlo para que se salven! Menciono esto porque he encontrado otra bellísima frase del Cura Brochero: “En la cruz está nuestra salud y guía, la fortaleza del corazón, el gozo del espíritu, y la esperanza del cielo. Somos cristianos cuando nos encontramos con Jesucristo”. El cura Brochero conoció a Cristo y quería llevar a los demás a Él. No olvidemos que José Gabriel del Rosario Brochero recibió una buena educación, incluyendo aquella universitaria. Él obtiene el grado de maestro de filosofía en la Universidad de Córdoba, después fue prefecto de estudios en el Seminario Mayor, cuando fue nombrado vicario interino del cuarto de San Alberto, lugar de gran extensión, con difícil acceso, con poca educación y abandono espiritual, pronto recorrió en mula todo el territorio y empezó a conocer a los feligreses y adaptarse a las necesidades. Una de las necesidades fue un lenguaje sencillo. Su palabra se tornó sencilla, llana, familiar pero al mismo tiempo fue variada, incisiva y gráfica matizada con algunas anécdotas luminosas y comparaciones tan ingeniosas como fáciles.

Para llevar a la gente a Jesucristo, apreciaba con gran eficacia los ejercicios espirituales que tenemos al lado de nosotros un testimonio de su fe, de su celo apostólico. El cura Brochero fue un sacerdote lleno de amor por los fieles y conocía bien la misericordia de Dios. Es interesante darse cuenta que fue canonizado el año de la misericordia. Él afirmaba: “Cuanto sean más pecadores, mas rudos o inciviles mis feligreses, los han de tratar con más dulzura y amabilidad en el confesionario, en el púlpito y aún en el trato familiar.” Tratar con misericordia.

El santo cura también observaba que “el sacerdote que no tiene lastima de los pecadores, es medio sacerdote.” No se puede olvidar su empeño y trabajo a favor de los enfermos durante la epidemia de cólera en Córdoba y a las personas más contagiadas con lepra, le tocó a él con todos sus sufrimientos y antes de morir.

Juan Pablo II en su penúltima carta a los sacerdotes con ocasión del jueves santo del año 2004 recordaba que los sacerdotes han nacido de la Eucaristía, no hay Eucaristía sin sacerdocio, como no existe sacerdocio sin la Eucaristía. Lo entendió perfectamente San José Gabriel del Rosario cuando dice: “La hostia consagrada es un milagro de amor, es un prodigio de amor, es una maravilla de amor, es un complemento de amor, es la prueba más acabada de su amor infinito hacia mí, hacia ustedes, hacia el hombre.”

El cura Brochero fue seguramente un buen pastor, capaz de buscar cada oveja perdida por amor. Expresó una vez su profundo deseo: “yo me felicitaría si Dios me saca de este mundo sentado confesando y predicando el Evangelio”. Él fue según las palabras de nuestro papa Francisco: “pastor con olor a oveja”.

Queridos hermanos y hermanas: hoy recordamos su quinto aniversario de canonización. Queremos dar gracias al único Dios y agradecer por todas las cosas maravillosas que ha hecho en la vida del santo sacerdote José Gabriel del Rosario Brochero. Él como cada santo es para nosotros un ejemplo de cómo seguir a nuestro maestro y redentor Jesucristo. Claro que no podemos ser un segundo cura Brochero. Él para nosotros es ejemplo de cómo amar a Dios y su Iglesia. Es ejemplo de cómo amar a nuestro prójimo, él es para nosotros ejemplo de fe y de confianza en Dios. Los santos son también nuestros intercesores y justamente por la intercesión del Cura Brochero y siguiendo sus ejemplos podamos renovar el fervor de nuestra fe y llenos de la caridad podamos procurar el bien a todos. Pidamos hoy día en este santuario por su intercesión todas las gracias terrestres y celestiales para nosotros, para la Iglesia y Argentina. Así sea.

Mons. Miroslaw Adamczyk, Nuncio Apostólico

Hermanos y Hermanas en Cristo:

En la solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, la Iglesia conmemora dos grandes personas que han jugado un papel fundamental al comienzo de la Iglesia.

Dios, como dice la oración colecta, nos llena de una santa alegría en la celebración de los santos Pedro y Pablo, pero aún si la celebración es una sola, ellos fueron dos personas muy distintas y con vidas muy diferentes.

Pedro fue un sencillo pescador de Galilea. El Señor lo llamó a ser no solo Apóstol sino también, a ser cabeza de los doce apóstoles. En realidad él fue el primer papa en la historia de nuestra Iglesia.

En el evangelio según San Mateo, que acabamos de escuchar, Jesús le dijo después de su confesión de fe: « ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre que está en los cielos! Y yo te digo a ti que Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo».

San Pedro nunca leyó este evangelio, porque la vida de Jesús fue escrita en el evangelio solo después del martirio de Pedro. Conocemos mejor la historia de este primer papa, a través de su triple negación del Señor durante la noche de la pasión hasta la escena, después de la resurrección, a las orillas del mar de Tiberíades, cuando Jesús le preguntó tres veces «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Y el Señor cada vez le respondió «Apacienta mis ovejas».

San Pablo, al contrario, era una persona culta y pertenecía a la clase de los fariseos: nunca conoció a Jesús en persona, pero es justamente él quien se convirtió en el Apóstol de las naciones.

A estas dos personas las ha unido para siempre la persona de Jesús. Ambos han creído que Él es Señor, Maestro, Mesías y Salvador del mundo. Por Él han dejado todo, dedicándose a la proclamación de la Buena Nueva. Como afirma la liturgia de hoy, “Pedro es nuestro guía en la fe que profesamos; Pablo, expositor preclaro de los divinos misterios. Pedro consolidó la Iglesia primitiva con los israelitas que creyeron; Pablo fue preceptor y maestro de los paganos”.

Ambos fueron Apóstoles firmes de Jesús; ambos fueron constantes en la tribulación y perseverantes en la oración. Ambos han ofrecido su vida por Jesús.

Hoy día celebramos la fiesta del Papa y rezamos por otro Apóstol firme en Cristo; rezamos por el sucesor de Pedro, Su Santidad Papa Francisco.

Este año, el 13 de marzo, han pasado ocho años de pontificado de Papa Francisco. Nosotros creemos profundamente que Dios nos da el pastor universal que necesitamos nosotros y nuestro tiempo. Cada Sumo Pontífice trae su contribución a la vida de la Iglesia. Permítanme de señalar en modo telegráfico y lamentablemente no completo, por falta del tiempo, el último año del pontificado.

El Papa Bergoglio es el primer papa latinoamericano y argentino. Él ha llevado a la ciudad eterna de Roma la riqueza de la fe de este País, su cultura y el entusiasmo del pueblo argentino. La elección del Papa Francisco ha dado a la Iglesia un nuevo viento de esperanza. Él mismo ha llevado su sencillez, bondad y cordialidad.

Sabemos, evidentemente, que tenemos un papa jesuita, y no obstante esto, él ha escogido el nombre de Francisco y no uno de los nombres de los santos jesuitas u otros papas, sus predecesores. Ha hecho esto, no solo para mostrarse cercano a los pequeños y pobres tan queridos a San Francisco de Asís, sino que también, con referencia a la otra misión de San Francisco, la de reconstruir la Iglesia. Recordemos que San Francisco empezó su misión como albañil reconstruyendo la pequeña Iglesia de San Damián en Asís.

En realidad, la Iglesia está en construcción perenne desde hace dos mil años. El Papa Francisco es el 266 (duocentésimo sexagésimo sexto) papa y él también agrega sus ladrillos y piedras a la construcción de la Iglesia y del Reino de Dios.

Mucha gente, a veces, ve la tarea del Papa únicamente a la luz de la sociedad civil, pero el Papa no es un director de una grande corporación internacional, él es Vicario de Cristo, Sucesor de Pedro; él es la piedra de nuestros tiempos y nuestro guía espiritual.

La reforma de la Iglesia que quiere el Papa Francisco es aquella interior y profunda, él quiere poner a Cristo siempre al centro de la Iglesia. En realidad esta es la única y verdadera reforma de la Iglesia: Cristo al centro.

El Santo Padre quiere también escuchar a toda la Iglesia y a sus hermanos obispos. Justamente la próxima Asamblea General del Sínodo de los Obispos será dedicada al tema: Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión”.

Hay también una novedad: el próximo octubre, el Papa dará inicio a un camino sinodal de tres años de duración, articulado en tres fases (diocesana, continental y universal), compuesto por consultas y discernimiento, que culminará con la Asamblea de octubre de 2023 en Roma.

Me parece oportuno recordar las palabras del Santo Padre en ocasión del Sínodo de los Obispos sobre la Familia. Saludando a los padres sinodales durante la primera Congregación General, él dijo a los presentes que: “se debe escuchar con humildad y acoger con corazón abierto lo que dicen los hermanos. Con estas dos actitudes se ejerce la “sinodalidad”.

En Octubre del año pasado, el Santo Padre ha publicado su tercera carta encíclica “Fratelli tutti”, sobre la fraternidad y la amistad social. El Sumo Pontífice recuerda que todos nosotros estamos involucrados en la construcción de un mundo mejor.

El Papa Francisco, al presentar al mundo la nueva encíclica, el domingo 4 de octubre de 2020, dijo: “La ofrecí a Dios en la tumba de San Francisco, de quien me inspiré, como en el anterior Laudato sí. Los signos de los tiempos muestran claramente que la fraternidad humana y el cuidado de la creación constituyen el único camino hacia el desarrollo integral y la paz, ya indicado por los Santos Papas Juan XXIII (vigésimo tercero), Pablo VI (sexto) y Juan Pablo II (segundo)”.

El inicio del octavo año del Pontificado fue marcado por la pandemia del Corona Virus. Era el 27 de marzo de 2020 cuando Francisco rezó en una Plaza de San Pedro desierta. El mundo sabía desde dos semanas que el Covid-19 era una pandemia.

En el pasaje del Evangelio elegido para ese día, que fue el mismo del domingo pasado, vemos a Jesús con sus discípulos en la barca en un mar atormentado por la tempestad. Partiendo de aquella escena, el Santo Padre observó que también nosotros “nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que los discípulos del Evangelio, fuimos sorprendidos por una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en el mismo barco, todos frágiles y desorientados, pero al mismo tiempo importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de consuelo. Todos estamos en este barco...”.

Las palabras del Papa fueron y son las palabras de la esperanza, de la fe y de la confianza y son una invitación a “remar juntos” para superar el duro tiempo de la pandemia. El Santo Padre, en este año de San José, nos muestra este gran santo como el padre de la valentía que protegió a la santa Familia como protege hoy día la Iglesia.

Queridos Hermanos y Hermanas en Cristo, hoy día celebrando la fiesta del Papa, queremos agradecer a Dios por el pontificado del Papa Francisco; por todo el bien que ha hecho por la Iglesia y por el mundo entero.

Queremos también asegurar nuestras oraciones y buenos deseos. Le deseamos al Santo Padre una buena salud y muchas fuerzas para cumplir su misión al timón de la Iglesia. Así sea, Amén.

Mons. Miroslaw Adamczyk, nuncio apostólico en la Argentina

Reverendo Monseñor Rubén Oscar López, Administrador Diocesano,
Reverendos Sacerdotes del Clero diocesano de Avellaneda-Lanús,
Reverendos Sacerdotes del Clero Religioso,
Reverendos Diáconos y Seminaristas,
Reverendos Hermanos Religiosos y Hermanas Religiosas,
Queridos Hermanos y Hermanas en Cristo, también todos aquellos que siguen esta misa a través de los medios de comunicación y redes sociales.

El Santo Papa Juan Pablo II, tenía el uso, algunos de ustedes seguramente recuerdan, de escribir una carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo. Quisiera citar aquella primera del 1979, cuando Juan Pablo saludaba a los sacerdotes en esta manera:

“A todos ustedes, pues, que en virtud de una gracia especial y por una entrega singular a Nuestro Salvador, soportan el peso del día y el calor (cfr. Mt 20-12), entre las múltiples ocupaciones del servicio sacerdotal y pastoral”.

Así es estimados sacerdotes, ustedes son obreros de la viña del Señor en la Diócesis de Avellaneda-Lanús. Ustedes tienen el privilegio y la responsabilidad de anunciar el Evangelio y ser pastores según el modelo de nuestro Señor Jesucristo, Eterno Sacerdote.

En la misma carta el Santo Papa, adaptando las palabras de San Agustín, escribe: “Para ustedes soy Obispo, con ustedes soy Sacerdote”. Queridos Hermanos, en el tiempo durante el cual su Diócesis espera un nuevo Obispo, quiero como Nuncio Apostólico, Obispo y sobre todo como sacerdote, celebrar con ustedes esta Misa Crismal, misma en la que renováremos las promesas sacerdotales y bendeciremos los óleos santos; pero antes, quisiera compartir con ustedes, queridos hermanos en el sacerdocio, también algunas reflexiones.

Hoy día y, sobre todo mañana Jueves Santo, volvemos con nuestros pensamientos y con nuestro corazón al Cenáculo de la Última Cena. Volvemos al momento de establecimiento del Sacramento de la Eucaristía y del Sacerdocio. Esta noche nuestro Cenáculo es esta Catedral. Es más que natural que hoy día recordemos el de nuestra ordinación sacerdotal. ¿Cuántos años pasaron ya? ¿Uno, dos, cinco, diez, veinte, treinta o más? No importa. Lo importante es que somos sacerdotes, todos somos jóvenes recordando nuestra primera misa. Hoy y mañana es una fiesta de los sacerdotes, permítanme de presentar a todos Ustedes mis felicitaciones, mejores deseos y agradecimientos por el servicio cotidiano sacerdotal.

Nosotros, “in persona Christi” (en nombre de Cristo) decimos cada día las palabras “Tomen y beban todos de él, porque este es mi Cuerpo…. Tomen y beban todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre”. En realidad, Nuestro Señor nos recomendó de hacerlo cuando dijo “Hagan esto en conmemoración mía”.

Y nosotros lo hacemos, sirviendo en esta manera el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios en nuestro cuerpo humano. En nombre de Cristo, no solo celebramos la santa Eucaristía, sino que también in persona Christi proclamamos la buena nueva, damos la absolución de pecados, fortalecemos con santo óleo los enfermos y bendecimos el Pueblo de Dios.

Sí, estimados hermanos en el Sacerdocio, Dios nos ha confiado los más grandes dones. Somos débiles y pequeños pero Dios nos ha confiado los grandes misterios, que humanamente nos sobrepasan. Uno casi pude tener miedo de la grandeza del Sacerdocio; por lo tanto un sabio sacerdote decía: “Temo a mi proprio sacerdocio. Me arrodillo ante mi sacerdocio y ante mi sacerdocio caigo en polvo”.

En el primero capitulo del Evangelio según San Juan podemos encontrar la descripción de la vocación del los primeros apóstoles.

“Al día siguiente, estaba Juan otra vez allí con dos de sus discípulos y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: «Este es el Cordero de Dios». Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús. Él se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: «¿Qué quieren?». Ellos le respondieron: «Rabbí –que traducido significa Maestro– ¿dónde vives?». «Vengan y lo verán», les dijo. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde. Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Al primero que encontró fue a su propio hermano Simón, y le dijo «Hemos encontrado al Mesías», que traducido significa Cristo (J 1, 35-42).

Sabemos que el día después Jesús llamó Felipe. Mientras más tarde “Felipe encontró a Natanael y le dijo: «Hemos hallado a aquel de quien se habla en la Ley de Moisés y en los Profetas. Es Jesús, el hijo de José de Nazaret». Natanael le preguntó: «¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?». «Ven y verás», le dijo Felipe (J 1, 45-46).

Estimados hermanos, en esta descripción de la llamada de los primeros discípulos, podemos encontrar la definición de un Apóstol de Jesús.

El primero paso es encontrar y conocer Jesús. Es necesario aceptarlo como mi Señor y Salvador. Es necesario creer firmemente que “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (J 3, 16).

Entonces, debemos creer en Dios y conocer a Dios y solo cuando creemos y tratamos de conocerlo podemos decir a los demás, como Felipe a Natanael: Ven y verás, (vengan y verán). Debemos ser gente de fe. No podemos ser guías ciegos y malos que no conocen a Nuestro Señor.

Todo nuestro espíritu, toda nuestra mente, nuestro corazón y nuestra voluntad deben ser dirigidos a Cristo, Nuestro Redentor. Queremos repetir junto con San Pedro “«Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios» (J 6, 68). Queremos repetir estas palabras no como la gente fracasada que no tiene otra posibilidad, sino que como personas que tengan fe y confianza en su Señor.

Las palabras del santo Juan Pablo II, que he citado al comienzo: “Para ustedes soy Obispo, con ustedes soy Sacerdote”, son una adaptación de las palabras de San Agustín “Vobis enim sum episcopus, vobiscum sum Christianus”, Para ustedes soy obispo, con ustedes soy cristiano.

Es bien recordar estas palabras, porque de un lado, Dios nos ha confiado grandes cosas, por otro somos iguales a todos los otros cristianos. Estamos al servicio de nuestros hermanos y hermanas. Un sacerdote es uno que ama la gente, alguien que no ama ser humano, no debería ser sacerdote.

Nuestro querido Papa Francisco en su primera Exhortación Apostólica “Evagelii Gaudium” comienza con las siguientes palabras: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (1).

Nunca olvidemos que somos heraldos de buena nueva, que anunciamos al mundo entero la esperanza que no puede defraudar y alegría que nadie nos podrá quitar (J 16, 22).

Normalmente, los sacerdotes predican, pero hoy día es una ocasión especial, para predicar a los sacerdotes, entonces, espero que quien no es sacerdote: las religiosas, los religiosos y laicos, me perdonen hoy día que he dedicado esta breve reflexión a mis hermanos sacerdotes.

Queridos hermanos sacerdotes que el Espíritu del Señor esté siempre sobre ustedes, porque ustedes son ungidos. Ustedes son enviados para anunciar la buena nueva y a proclamar el perdón a los cautivos. Ustedes son enviados a consolar a los afligidos. Y así sea. Amen.

Mons. Miroslaw Adamczyk, Nuncio Apostólico