Mons. Castagna: 'Este es el Cordero de Dios'
- 12 de septiembre, 2025
- Corrientes (AICA)
"Es el momento de activar nuestra vida de acuerdo con la Verdad que Jesús expone a sus discípulos. La Cruz y la misión de Cristo, como Salvador de los hombres, se identifican", aseguró el arzobispo.

Monseñor Domingo Castagna, arzobispo emérito de Corrientes, recordó el pasaje evangélico de san Juan en el que subraya que "Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él".
"Es el momento de activar nuestra vida de acuerdo con la Verdad que Jesús expone a sus discípulos. La Cruz y la misión de Cristo, como Salvador de los hombres, se identifican", aseguró.
"La intención de redimir a los hombres -mediante el misterio de la Cruz- queda de manifiesto, cuando el Verbo es exaltado en ella. La muerte de Cristo desemboca en la Resurrección", agregó.
El arzobispo señaló que "el Señor lo anticipa en el anuncio de su muerte, y de su victoria definitiva, sobre su causante: el pecado". "Cuando san Juan Bautista lo señala a sus discípulos, define su misión, y a Él mismo como Mesías: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo", concluyó.
Texto de la sugerencia
1. Desde la Cruz, domina sirviendo. Es una coincidencia, que no escapa al plan de Dios, que la Fiesta de la Exaltación de la Cruz sea celebrada el domingo 24 durante el año. El Evangelista y Apóstol Juan tiene la palabra. Es el expositor de la divinidad de Jesús -"la Palabra que era Dios"- del prólogo de su Evangelio. Cristo es exaltado en la Cruz. Muy lejos de las honras humanas. Es Rey desde ese trono, y domina sirviendo, su pobreza es la riqueza que nos hace ricos. El amor de los santos a la Cruz de Cristo, constituye el secreto que los condujo a la santidad. De esa manera nos revela la misericordia del Padre y nos ofrece el perdón de nuestros pecados, conocidos y ocultos. El perdón es fruto de su amor, llevado al extremo de la Cruz, que comprende a su Padre y a nosotros. Hoy recordamos y celebramos el Misterio de su Cruz redentora. El discípulo amado sabe decir lo que ve, y que nosotros necesitamos saber. Por ello se nos da la ocasión de reconocer a Quien "descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo" (Juan 3, 13). De esa manera se constituirá en la atracción del mundo. El recuerdo de Moisés es luminoso: "De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna" (Juan 3, 14-15). Nuestros contemporáneos necesitan contemplar a su Señor crucificado y ser curados de sus más profundos males. Solo Él puede curar esas heridas y la que las ha causado: el pecado. Si no logramos identificar el mal no podremos entender que Cristo es "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Juan 1, 29). La relación con Él logra la sanación de todos los males, en el pecado que los causa. Es el Cordero, que sufre lo indecible en la humillante Cruz que los hombres le han fabricado. Exaltado a la vista de todos, atrae la atención de los hombres y los redime. La Iglesia debe ser quien eleve la Cruz y la exponga al conocimiento de quienes buscan la verdad. No le es lícito esconderla, o disimularla, hasta negarla.
2. Juan, el gran evangelizador. El Apóstol Juan presenta un modelo de evangelizador para la Iglesia. Sus admirables escritos -Evangelio, Cartas y Apocalipsis- facilitan el acceso al Misterio de Cristo. Todo el esfuerzo pastoral está orientado a que Cristo sea conocido, en aquello que lo identifica como el Hijo de Dios encarnado. En Él se expresa el amor conmovedor de Dios por el Mundo. La Cruz de Cristo logra expresar el amor infinito del Padre: inmerecido y real, personalizado y universal. La Exaltación de la Cruz revela el Misterio del amor divino y se ofrece a la contemplación de quienes se disponen a dejarse transformar por Él. Es preciso que el mundo de la frivolidad detenga el vértigo habitual para que la austeridad de la revelación se imponga como sendero a la Verdad. La Cruz es la sede real en la que es entronizado el Salvador de los hombres. Su exaltación remedia el mal del pecado y, el acceso a ella, cura el pecado del mundo y reconduce a la humanidad al Bien que le fue arrebatado. Su necesidad y urgencia es mayor a medida que nos adentramos en el misterio del mal alojado en la sociedad actual. Como un nuevo Moisés, la Iglesia eleva a su Señor -crucificado- para que los hombres recuperen la salud y encuentren en Él a Quien ha venido como médico y medicina. No hay Verdad y salvación si se descarta a Cristo crucificado. Así lo entendieron los Apóstoles, particularmente Pablo. Anunciar a Cristo Crucificado es el secreto que conduce a la Verdad y a la Vida. Su convicción moviliza el proceso evangelizador e inspira toda la actividad pastoral de la Iglesia. Es preciso que la conversión sincera acredite a los auténticos evangelizadores. El decrecimiento de la fe y de la práctica de la caridad desautoriza la misión que la Iglesia debe desempeñar mediante cada uno de los bautizados. El texto de Mateo 28, ofrece la dimensión universal del Evangelio. Cristo "Evangelio del Padre" está destinado a todos, sin exclusión. Es preciso que los evangelizadores -todos los bautizados- mantengan la universalidad como marco de referencia. El texto bíblico de San Mateo cobra entonces su auténtica dimensión. El mundo, sin merecerlo, recibe un don absolutamente gratuito.
3. Cristo nos ama, como nos ama el Padre, como debemos amarnos. Cristo, exaltado en la Cruz, se constituye en el llamado a la práctica del amor filial y fraterno. En esa práctica está la santidad. Amar al Padre, y a los hermanos -como Él- es el proyecto de perfección cristiana, posible por la gracia, y un verdadero desafío a la generosidad de los cristianos. La exhortación de Jesús incluye toda la amplitud de su significado: "Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros" (Juan 13, 34). Cristo nos ama, como nos ama el Padre. Mirarnos con el amor con que Cristo nos mira, es un desafío ineludible. El ejercicio de la caridad, durante el cual Dios se constituye en Artífice de nuestra santidad, abarca nuestra principal labor de fe. San Agustín lo denomina, con su habitual claridad: "Labor amoris". Se requiere una confrontación constante entre su mandamiento y nuestra decisión de cumplirlo. Somos tan débiles y cobardes que lo excluimos, con pobres excusas, en nuestras relaciones inter personales. Los santos han aprendido esta principal lección en un esfuerzo ascético continuo. Dios distingue con su amor a quienes aman a sus hermanos. Entonces el amor a los hombres, incluso a los más inamables, constituye el signo de que somos discípulos de Jesús. En consecuencia, nuestro valor evangelizador, obtiene su vigor sobrenatural del signo que constituimos al amarnos, como Jesús nos ama. La gracia, y no la fuerza de carácter, hace posible amar a los enemigos: "Pero yo les digo a ustedes que me escuchan: Amen a sus enemigos, hagan bien a los que los odian. Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman" (Lucas 6, 27-28). El mandamiento del amor va mucho más allá que el amor a quienes nos aman. Ciertamente, sin el auxilio de la gracia de Cristo, que suplica al Padre el perdón para quienes lo estaban asesinando sin piedad. Si nuestro amor no llega a quienes nos tratan, o trataron, sin la menor empatía, no colmamos la medida del nuevo mandamiento. Más aún, estamos en deuda con el ideal de la vida cristiana. Amar de veras es decidir morir por quienes nos detestan o tratan con indiferencia o desprecio. Es imposible lograrlo si persistimos en nuestro olvido de la novedad del mandamiento de la caridad. Los santos mártires ejemplarizan, muriendo en manos de sus mismos perseguidores. La mancha, humanamente imborrable, causada por el hedonismo, requiere que el amor apasionado del Cordero de Dios lo elimine y se constituya en modelo.
4. Este es el Cordero de Dios. "Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Juan 3, 17). Es el momento de activar nuestra vida de acuerdo con la Verdad que Jesús expone a sus discípulos. La Cruz y la misión de Cristo, como Salvador de los hombres, se identifican. La intención de redimir a los hombres -mediante el misterio de la Cruz- queda de manifiesto, cuando el Verbo es exaltado en ella. La muerte de Cristo desemboca en la Resurrección. El Señor lo anticipa en el anuncio de su muerte, y de su victoria definitiva, sobre su causante: el pecado. Cuando San Juan Bautista lo señala a sus discípulos, define su misión, y a Él mismo como Mesías: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Juan 1, 29).+