Mons. Castagna: 'La humildad del publicano constituye la virtud de los grandes'
- 24 de octubre, 2025
- Corrientes (AICA)
"Introducir la humildad, como virtud básica para la sabiduría, debiera ocupar un lugar preferencial en todo sistema educativo", planteó el arzobispo emérito de Corrientes.
Sugerencia para la homilía de monseñor Castagna
Monseñor Domingo Castagna, arzobispo emérito de Corrientes, consideró la parábola del fariseo y el publicano como "un sendero que abre camino a la salvación".
"La personificación de las dos actitudes contrapuestas aclara, en medio de las incertidumbres de la vida contemporánea, cuál de ellas es la más habitual en el mundo y en la Iglesia".
El arzobispo preguntó: "¿Somos el fariseo o el publicano? ¿Juzgamos a los otros, y los descalificamos sin clemencia, constituyéndonos en modelos de falsas virtudes o nos golpeamos el pecho reconociendo nuestros errores y miserias?"
"No somos inocentes de los males que aquejan a la sociedad, de la que somos parte. La actitud humilde del publicano nos capacita para 'quitar el pecado del mundo'. La adopción de la humildad del publicano resuelve la insanidad de la soberbia del fariseo", destacó. "Introducir la humildad, como virtud básica para la sabiduría, debiera ocupar un lugar preferencial en todo sistema educativo. Los verdaderamente grandes son ejemplos de humildad o no llegan a ser grandes", concluyó.
Texto de la sugerencia
1. El fariseo y el publicano: dos actitudes opuestas. Dos actitudes religiosas que no se conjugan entre sí. Son comunes en la actualidad. Jesús las describe y denuncia, dejando al descubierto sus comportamientos opuestos. El fariseo, demasiado preciado de sí mismo, hasta no percibir la pobreza de su alma y hacerse inmerecedor del perdón de su pecado. Habla con Dios de tú a tú, erguido y engolosinado con sus "virtudes", desacreditadas por la soberbia: "Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano" (Lucas 18, 11). La exagerada auto estima lo segrega de los restantes hombres, considerándose justificado a causa del estricto cumplimiento de algunas leyes: "Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas" (12). En otro momento de su enseñanza, el Señor revela la contradicción de quienes, por cumplir los preceptos humanos, traicionan el mandamiento de Dios. La hipocresía, encarnada en comportamientos farisaicos, inhabilita para el cumplimiento de la Ley. Se encubre el pecado en una aparente observancia de rígidos preceptos, que no logran constituir una vida virtuosa. En la parábola del fariseo y del publicano Jesús empeña su magisterio. Quienes lo siguen hallarán en ella la exacta formulación de la verdad. La humilde disposición de sus discípulos logra una fuerte adhesión al Maestro Divino. Sobre esa base se apoya la convivencia de los Doce y la normativa que la regula. La simplicidad, que Cristo imprime en la estructura del Colegio Apostólico, servirá como ideal de la Iglesia en él fundada. Es preciso mantener despierto ese ideal. Son los santos quienes lo logran a la perfección. Se lo oculta peligrosamente cuando la santidad pierde nivel en los miembros de la Iglesia. Por algo San Juan Pablo II afirmaba: "El mundo actual necesita de los cristianos el testimonio de la santidad". Mientras no se dé, la Iglesia -y sus miembros- mantendrá una deuda innegable con el mundo. La voz profética del Santo Pontífice mencionado reclama hoy nuestra atención.
2. La soberbia del fariseo y la humildad del publicano. Muchas personas niegan la necesidad de ser perdonadas, pretendiendo ocultar la gravedad de sus pecados. Existe el pecado: mal padre de todos los males. La soberbia cumple su obra destructiva, al oponerse al reconocimiento del pecado como mal. La experiencia dolorosa de su existencia produce la necesidad, y el deseo, de que sea perdonado. Jesús viene a nuestro encuentro con la luz de su palabra y el perdón. Para ello, es preciso abandonar la soberbia del fariseo y adoptar la humildad conmovedora del publicano. Los efectos de ambas actitudes caen bajo la definición de las palabras sentenciosas del mismo Señor: "Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: "Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador". Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado" (Lucas 18, 10-14). Las parábolas acercan la enseñanza del Maestro y su adecuada comprensión. Como buen pedagogo del pueblo, el Señor intenta ser entendido por todos. Para lograrlo, la humildad es la condición: consecuencia de un ser nuevo, más que de cierta habilidad académica. El sendero a la Vida posee un ángulo necesario de acceso: la humildad del publicano. Hacerse pequeño como un niño, es condición indispensable para ser ciudadano del Reino. Jesús es el modelo imitable para lograr ese ingreso. El pobre de corazón -o el humilde- es el dichoso poseedor del Reino: "Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos" (Mateo 5, 3). Es la esencia de la ascética cristiana. Hacerse pobre con Jesús es un martirio, más doloroso que las penitencias corporales. Así lo entendía Santa Edith Stein: "Es más difícil hacerse pobre con Jesús, que dejarse crucificar con Él". Pequeñez y pobreza de corazón, son términos que se corresponden. La Carta Magna para ser ciudadano del Cielo (las Bienaventuranzas) se inicia con la declaración: "felices los pobres".
3. Vivir en la verdad es permanecer en el amor. Ciertamente la humildad es recompensada por Dios. El humilde, que no pretende honores del mundo, es honrado por Dios. Nada escapa a la mirada escudriñadora del Señor. Es lamentable que el deseo de recibir elogios, por parte de una sociedad, sin capacidad de calificar los verdaderos valores, predomine en las frágiles ponderaciones mundanas. Lo importante es lo que Dios ve, no lo que los demás piensan y dicen ver. Vivir en la verdad es permanecer en el amor de Dios. Se logra al adoptar la actitud del publicano que, desde el silencio, no deja de reconocer su situación y la necesidad de la Misericordia divina. Según la parábola, el que se reconoce pecador, ocupa el rincón más oscuro del Templo, se golpea el pecho con corazón pobre, y vuelve a su casa santificado. En cambio el insensato fariseo, inconsciente de sus pecados, y sin capacidad de humillarse, vuelve a su casa más pecador que antes. La soberbia impide advertir que Dios lo ve todo, hasta los recovecos más profundos de la conciencia. El paso a la novedad de una vida virtuosa -de la santidad- supone el golpe de pecho del publicano; y, el mayor obstáculo para el perdón, resulta del juicio que emite el fariseo al considerarse mejor que los demás, incluyendo al compungido publicano. Promover la humildad es despejar el camino hacia el perdón y la santidad. A veces, también quienes nos consideramos más identificados con la institución eclesial, creemos ser mejores que los otros, y vivimos empantanados en la observancia de infinidad de normas y preceptos de aparente legalidad. La ejemplar humildad del publicano está inspirada en el amor a Dios. Su gran gesto de amor es la súplica del perdón. La confesión de los pecados no alcanza si no está animada por el amor. La contrición es puro amor, no la meticulosa enumeración de los pecados cometidos. El sacramento de la penitencia no es una especie de "tintorería al paso". Es auténtica reconciliación con Dios. Logra la renovación del compromiso de amor con Quien nos amó primero, hasta darnos a su Unigénito. El perdón de los pecados, que administra la Iglesia, por el ministerio de los sacerdotes, es un acto recreativo, mediante el cual el amor entrañable del Padre hace santo al pecador. La condición indispensable, para ser perdonados, corresponde a nuestro amor a Quien nos ama, hasta el extremo de darnos a su Hijo.
4. La humildad del publicano constituye la virtud de los grandes. La parábola es un sendero que abre camino a la salvación. La personificación de las dos actitudes contrapuestas aclara, en medio de las incertidumbres de la vida contemporánea, cuál de ellas es la más habitual en el mundo y en la Iglesia. ¿Somos el fariseo o el publicano? ¿Juzgamos a los otros, y los descalificamos sin clemencia, constituyéndonos en modelos de falsas virtudes o nos golpeamos el pecho reconociendo nuestros errores y miserias? No somos inocentes de los males que aquejan a la sociedad, de la que somos parte. La actitud humilde del publicano nos capacita para "quitar el pecado del mundo". La adopción de la humildad del publicano resuelve la insanidad de la soberbia del fariseo. Introducir la humildad, como virtud básica para la sabiduría, debiera ocupar un lugar preferencial en todo sistema educativo. Los verdaderamente grandes son ejemplos de humildad o no llegan a ser grandes.+
